Glocalidad: el reto de la construcción de ciudadanía en un mundo hiperconectado

 

Antony Flores Mérida*

 

 

Resumen: La realidad hipermoderna nos invita a estar en contacto con sujetos en todo el globo. Nos convierte en habitantes de un universo extendido e inmediato pero que deben responder aún a un entorno local y específico. La cultura sigue representando, en ese sentido, un anclaje a las estructuras de plausibilidad que nos permiten comportarnos como sujetos sociales. Al poner en relación territorios como las Tecnologías de la Información y Comunicación y la ciudadanía, es posible encontrarnos ante la posibilidad de describir la forma en que se pueden construir subjetividades que actúen en la realidad global, no sólo para consumirla, sino para producirla e innovarla.

 

Abstract: Hypermodern reality invites us to be in contact with subjects all around the globe. It turns us in habitants of an extended and immediate universe but we must response to a local an specific environment. Culture keeps representing, in this sense, an anchor of plausibility structures that allow us to behave as social subjects. By relating territories such as Information and Communication Technology (ICT) and citizenship, it is possible to encounter the possibility to describe the form in which subjectivities can be constructed to act in global reality not just to consume it but to produce it and innovate it.


Palabras clave: globalización, TIC, Internet, cibercultura, ciberciudadanía, ciudadanía, sociedad de la información, educación


 

El debate sobre la globalización muchas veces conduce a ideas de homogenización, control social mediante los flujos de mercado o exclusión de los sectores más desfavorecidos. Los efectos de una economía de alcance global que se beneficia de la estructura de redes de la sociedad contemporánea, muchas veces son analizados desde su cara negativa. Sin duda, hablar de globalización es, a un tiempo, hablar de libre mercado y de Tecnologías de la Información, pero también de culturas y nuevas formas de ciudadanía, de construcción de subjetividades y retos específicos que exigen de las ciudadanías respuestas creativas ante un entorno hiperconectado que, pese al aparente avasallamiento, cuenta con espacios de amplia diversidad para innovar prácticas culturales.

Es propósito de este ensayo tejer el argumento de que la realidad hipermoderna (Touraine y Bixio, 2000), como espacio de construcción de subjetividades, es un territorio en el que se hace necesario el ejercicio innovador de la ciudadanía y que, en este tenor, por una parte son factores de incidencia el uso de las TIC, así como de su territorio específico, el ciberespacio, como lugar de nuevas formas de organización. Asimismo, por otra parte incide la formación —y la educación formal y a lo largo de la vida— que, como faceta, requiere adecuarse a la nueva realidad y aprovechar las oportunidades que ésta ofrece, con el compromiso de formar ciudadanos preparados para enfrentarse, desde lo local, a la modernidad global.

Para ello, se ofrece en una primera parte la construcción de la noción de ciudadanía y se pone en diálogo con la de sujeto. El resultado de éste se pone en relación con la noción de ciberespacio a partir de la definición de las tecnologías y subjetividades que entran en juego en dicho campo (Bourdieu, 2007) para, posteriormente, trasladarlas al entorno de la formación. A partir de dichas nociones se articula la idea de que la formación de ciudadanos que se asuman como tales en contextos locales, son capaces de adaptarse e innovar en el campo de la realidad globalizada-globalizante.

No puede pasarse por alto la presencia de riesgos inherentes a una realidad hipermoderna que —se juzga en ocasiones— pasa por encima del individuo y lo somete a mecanismos de control (Fernández-Carrión, 2008). Sin embargo, amén esos riesgos, el más debatido sea quizá el de exclusión entre sociedades y al interior de éstas, debate al que nos adherimos. Si bien, no todas las sociedades se encuentran en igualdad de condiciones para sumarse o enfrentarse a una realidad global, bajo la idea previa de ciudadanías locales capaces de innovar prácticas en entornos globales, se propone a la acción colectiva bajo la forma de nuevos movimientos sociales (Santos, 1998) como una vía de reformulación de prácticas culturales que ejemplifican el supuesto de que es posible construir y, sobre todo, ejercer ciudadanías eficaces para la conservación, construcción y reclamo de derechos en una realidad hiperconectada.


Sujeto y ciudadanía

 

La ciudadanía, como concepto, se mantiene en construcción. Los nuevos entornos que ahora incluyen la presencia de nuevas tecnologías, que modifican la percepción de la distancia y el paso del tiempo, han influido en la conceptualización de lo ciudadano y en el ejercicio de las y los ciudadanos. En su acercamiento más básico, podemos llamar ciudadano al miembro de una ciudad, reconocido como tal para ejercer derechos, cumplir las obligaciones socialmente aceptadas con la ciudad de la que forma parte y establecer relaciones públicas y privadas con otros ciudadanos.

A la vez, desde el punto de vista político liberal, la ciudadanía establece no sólo la pertenencia a una sociedad determinada, sino el carácter de cualidad jurídica representado por los derechos y obligaciones a los que se tiene acceso y que, al existir, determinan el vínculo social al garantizar condiciones mínimas de convivencia igualitaria (Blin y Marín, 2013).


Cumplir y exigir: caracterizaciones de la ciudadanía

 

Bajo lo anterior, ciudadanía es la condición que da carácter al individuo y establece su pertenencia a un colectivo social en el cual tiene los mismos derechos y obligaciones que otros, en igualdad de circunstancias. La ciudadanía es tanto cualidad como práctica. Se puede retomar aquí, además, la caracterización de la ciudadanía que establece Ramírez Saíz (2010), quien la conforma en cinco dimensiones y cuatro ejes, desde los cuales se puede ver al ciudadano como: “sujeto activo que participa en las relaciones de poder”.

Las dimensiones de la ciudadanía son: civil, que se expresa en los derechos de igualdad entre ciudadanos; política, que describe los derechos y obligaciones en el ejercicio del poder político al ciudadano; social, los derechos a condiciones materiales que atiendan las necesidades humanas; económica, que rige las relaciones de poder entre obreros y patrones; y la cultural, correspondiente al derecho de acceder a los bienes culturales. A las dimensiones de la ciudadanía, Ramírez Saíz atañe una serie de ejes estructurantes, los cuales otorgan instrumentalidad a la cualidad del ciudadano:

Es a partir de estos ejes y dimensiones que el ciudadano tiene acceso no sólo a los derechos que a través de leyes y tratados se le resguardan, sino también a las obligaciones mediante las cuales se completa el ejercicio de lo ciudadano. En resumen, no hay ciudadanía sin práctica consciente de las posibilidades de lo ciudadano. Esta praxis parte de un proceso de identificación en el que se adopta la cualidad y se le mantiene en construcción. Sólo es ciudadano el que lo es de tiempo completo. Al menos, en función de ideal.


Subjetividades ciudadanas

 

Pero este ideal ciudadano sólo se puede construir sobre la base de sujetos que reflexivamente decidan incidir mediante dicha práctica en su realidad cercana. El cómo entender el concepto de sujeto requiere un debate por sí mismo, pero tratemos de definirlo como el individuo que ha asumido mediante un proceso reflexivo (Castoriadis en Franco, 2008) su capacidad de actor (Touraine y Bixio, 2000) con aptitudes para decidir e incidir sobre su contexto (Giddens, 1995) y en las relaciones de poder en las que se encuentra inmerso (Focault, 1988).

Sin duda, una realidad hipermoderna y globalizada como la que nos toca analizar es un territorio diverso que genera las más variadas subjetividades. Sin embargo, uno de los factores en los que cabe detenerse es en la clase de subjetividades que pueden empezar a construirse para, precisamente, deconstruir la realidad hipermoderna que se antoja a veces avasallante. Se trata éste de un ejercicio de imaginación en el que pueda des-pensarse la realidad y se busquen elementos para construir una nueva. Como lo señalaba Santos (2010), la primera dificultad a veces estriba en imaginar una forma distinta para las cosas dadas —el autor señalaba lo anterior para el caso del “capitalismo sin fin”— y, en este caso, parece difícil imaginar que la globalización pueda dar lugar o aceptar darlo a nuevos sujetos que, además de reflexivos, se asuman como ciudadanos.

Se tratarían estos de sujetos que no sólo se encarguen de consumir la sociedad sino, además, de producir una nueva (Touraine, 2000). Esto permite dejar de cuestionarnos cuánto nos permite el capitalismo globalizado(r) ser sujetos (García Canclini, 2000), al tiempo que comprendemos que este sistema de producción no sólo está enfocado en generar materia para el mercado sino, además, subjetividades que consuman en dicho mercado (Guattari y Rolnik, 2006). La realidad global, más que una aldea, se convierte en un archipiélago de subjetividades y por consiguiente de ejercicios y prácticas culturales que devienen tanto en resistencia (Mattelart, 2007) como en ciudadanías que interactúan en distintos entornos y paisajes, entre ellos, el tecnológico (Appadurai y Remedi, 2001) .



Ciudadanía y ciberespacio


La presencia de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) establece nuevas condiciones que ofrecen posibilidades de modificación en la acción ciudadana. Dichos cambios no se limitan a la coexistencia en una aldea global, sino que se pueden empezar a ver con la presencia de redes que se traman en torno a sujetos individuales que conforman identidades colectivas, que se comunican constantemente en “archipiélagos de resistencias” que coexisten en sociedades de la información1 (Castells, 2009; McLuhan y Fiore, 1967; Mattelart, 2007).

Cabe preguntarnos cómo incluir o redefinir lo ciudadano ante el torrente de lo digital. En ese sentido, se han ido adoptando algunas categorías para caracterizar, más que cualquier otra cosa, la acción social o la protesta a través de redes telemáticas. Se trata de nociones que casi siempre reducen el ejercicio de lo ciudadano a su soporte netamente tecnológico, que respaldan, sostienen y difunden el mito digital que reifica la técnica y deshumaniza lo social (Almirón y Jarque, 2008). Así, se ha dado en usar algunos conceptos como ciudadanía digital, e-citizen (ciudadanía electrónica y/o ciudadano digital), ciudadanía 2.0 y ciberciudadanía2, entre otras.

Sin embargo, la discusión sobre una categoría que nos permita analizar la interacción de sujetos individuales y colectivos en una sociedad que media sus relaciones a través de las TIC, debe partir del hecho previamente analizado de la ciudadanía desde la práctica y no reducirse a una cuestión de técnica, la cual es sólo una condición añadida en términos de dimensión constitutiva, tal como lo explicaba Ramírez Saíz. En primer lugar, la cuestión de lo “digital” me parece fuera de lugar en la conceptualización de la ciudadanía mediada por las TIC. La revisión de algunos conceptos de “ciudadanía digital” reducen ésta al ejercicio de algunos derechos a través de herramientas informáticas cuando no la limitan al resultado esperado de la apropiación de las nuevas tecnologías, sin contar las que reducen el ejercicio de lo ciudadano a la obtención de servicios estatales a través de Internet (Bustamante, 2007; Cabañes, 2010). Uno de los acercamientos que me parecen más acertados es el de ciberciudadanía y, en general, el de la conceptualización de todo lo relacionado a las TIC con respecto a un nuevo territorio que es el ciberespacio.

Las nociones que Lévy (2007) desarrolla para explicar la cultura en el ciberespacio me parecen puntos de apoyo para desarrollar un concepto de ciberciudadanía.

El ciberespacio (que llamaremos también la «red») es el nuevo medio de comunicación que emerge de la interconexión mundial de los ordenadores. El término designa no solamente la infraestructura material de la comunicación numérica, sino también el oceánico universo de informaciones que contiene, así como los seres humanos que navegan por él y lo alimentan. En cuanto al neologismo «cibercultura», designa aquí el conjunto de las técnicas (materiales e intelectuales), de las prácticas, de las actitudes, de los modos de pensamiento y de los valores que se desarrollan conjuntamente en el crecimiento del ciberespacio (Lévy, 2007, p. 1).


Como se ve, el autor tunecino no limita su definición a lo técnico, sino que incluye en ella tanto a los sujetos como a lo que se produce de sus interacciones: la información. Es en este nuevo territorio ciberespacial en el que se desarrollan las nuevas relaciones de poder, la interacción entre lo político, lo económico y lo cultural; el lugar de evolución de nuevas subjetividades y sujetos que acceden a nuevas configuraciones y adquieren carácter de usuarios, categoría esta última donde la persona y su representación virtualizada se solapan y modifican mutuamente. Sin embargo, estas categorías requieren de un lugar en el cual tomar forma y emprender la acción. Sugiero para ello pensar al ciberespacio como un territorio, uno con posibilidades de ser lugarizado.

Cuando se habla de territorio la primera imagen es la de espacio físico. Toda cultura —en tanto que expresión de un grupo de personas, una comunidad o sociedad— está relacionada con el territorio, el cual es socialmente construido e interiorizado por quienes lo habitan (Szurmuk y McKee, 2009, pp. 79-80). El territorio, como se ve, es “hecho” por alguien; Deleuze y Guattari (en López, E.) sugieren como creador del territorio a un agente “que [lo] codifica, que [lo] ordena, que [lo] estructura” (2004, p. 18). Esta noción de territorio, en su sentido tradicional, parece también remitirnos a la noción de comunidad en la cual las fronteras del territorio son también fronteras identitarias, se nacía y moría dentro de las mismas, en las cuales se establecía cierta totalidad orgánica (De Marinis, 2005, p. 29).

Si se elimina el componente físico —que más que tal podría definirse como geográfico— de la noción de territorio, ésta adquiere mayores cualidades explicativas, aunque ello no resulta suficiente para asumir al ciberespacio como un territorio. De hecho, Bolz insiste en señalar que “el ciberespacio no es un territorio que podamos cartografíar” (2006, p. 13) argumentando que diversas estructuras que conforman el sistema social —como el derecho y la política— se rigen por el principio de territorialidad. Sin embargo, existen posibilidades de traducción —pongamos, por caso, de lo real analógico a lo digital/virtual— que permitirían a distintos sistemas sociales hacer habitación en el ciberespacio. Un ejemplo es lo que se ha dado en llamar comunidades virtuales (Rheingold, 1993), cuya relación con el territorio actual es ambigua pues se encuentran dispersas en el espacio geográfico pero reunidas en el virtual.

De esta forma, puede pensarse el ciberespacio como escenario de socialización (Erazo, et al., 2007, p. 731) que no podría ser entendido solamente como territorio —en sentido físico o geográfico— pero sí como lugar; que ya no es sólo local ni único, sino multisituado y múltiple, lugares “interconectados entre sí, por lo que el sentido del aquí y el ahora también adquieren nuevos significados” (2007, p. 732). Pensar un territorio que tiene lugar, pero no espacio físico, requiere de una operación de metonimia que se podría alimentar de la idea de lo liso de Deleuze y Guattari (en Escobar y Osterweil), mediante la cual podemos imaginar este lugar sin espacio como “un mosaico que puede juntarse en múltiples formas, las construcciones lisas, ocupa territorios sin estriarlos en las formas normatizadas, sin «metrificarlos», sin transformarlos en reales mediante leyes y normas logocéntricas” (2009, p. 141).

Imaginar el lugar del ciberespacio requiere aceptar que una parte del mismo es “una proyección del espacio tradicional” (Galindo, 1998, p. 54) y rechazar que este lugar pueda ser una sustitución del tradicional, sino antes una fuerza que reconfigura relaciones entre bienes y producciones culturales y, por tanto, relaciones de poder (García Canclini, 2010, p. 7)3. Así entonces, la ciberciudadanía no es una “nueva” ciudadanía, sino una práctica ciudadana que se distancia de la analógica sólo ligeramente, lo suficiente para mantener contacto una con la otra.

Terminamos de este modo definiendo ciberciudadanía como la práctica cultural enfocada al ejercicio de ciertos derechos y obligaciones ciudadanas mediante interacciones gestadas a partir de las posibilidades de mediación que ofrecen las nuevas tecnologías. El ciberespacio se gesta así en un territorio novedoso que condiciona la forma en que se presentan y representan algunas de las manifestaciones de lo ciudadano en la búsqueda de modificar la configuración preestablecida de las relaciones de poder que prevalecen en lo analógico.

En tanto que paisaje (Appadurai y Remedi, 2001), el ciberespacio donde se gestan y ejercen prácticas ciberciudadanas da lugar a la heterogenización antes que a la homogenización. Es este territorio, sobre todo, sólo un fragmento, una parte del paisaje tecnológico. Las TIC y, de ellas, la World Wide Web no son el todo, pues por principio no todo el mundo está en Internet, aunque en ésta podamos encontrarnos muchos mundos. Sin embargo, aún puede objetarse que la ciudadanía —como forma política que establece la relación entre los ciudadanos y el Estado (Pérez, 2002)— no puede ejercerse en sentido estricto en el territorio del ciberespacio, donde el último actor de esa relación no rige —al menos no estrictamente hablando— las interacciones mediadas por TIC; se puede argumentar que son intereses mercantiles de las empresas que ofertan sus servicios ahí los que establecen los términos del diálogo y que hablar de una ciudadanía en el ciberespacio pierde capacidad explicativa dada la “imposibilidad de discutir la ciudadanía al margen de una referencia al Estado” (Pérez, 2002, p. 167). Sin embargo, lo que se propone es ver la forma en que se está llevando a cabo la práctica de la ciudadanía.

En palabras de Santos, “la nueva ciudadanía se constituye tanto en una obligación política vertical entre los ciudadanos y el Estado, como en la obligación política horizontal entre los ciudadanos” (1998, p. 340). Es decir, la ciudadanía no está limitada por la ciudad y por el aparato político del Estado, sino que se amplía y se ejecuta precisamente en la interacción entre quienes se asumen como ciudadanos y entre estos y otros actores o, retomando a Pérez Pérez, “de lo que se trata es de cuestionar la forma monolítica y uniforme en que el Estado ha venido tratando a la ciudadanía, lo que implica reconocer otras fuentes de autoridad (…) que permitan a las minorías superar la coerción de las mayorías” (2002, p. 174).

Es por ello que en esos mundos que se lugarizan en el ciberespacio y que son, como aseguró Appadurai (2001, p. 31), imaginados y a la vez diversos, se representa una oportunidad para las ciberciudadanías de innovar en prácticas culturales de resistencia. La pregunta que surge, sin embargo, es ¿cómo formamos ciberciudadanos capaces de prácticas innovadoras?


Ciberespacio y educación

 

No han sido pocas las críticas que se han establecido en contra de los procesos capitalistas de la economía global. En primer lugar, porque las economías de libre mercado no sólo comercian con objetos sino, esencialmente, con sujetos. “La producción de subjetividad constituye la materia prima de toda y cualquier producción”, anotaba Guattari y Rolnik, (2006) y estos procesos productivos de sujetos no se dan una sola vez y para siempre, sino que se extienden a lo largo de la existencia vivida del individuo. Si se quiere cambiar la faceta negativa de la globalizaciónn (Brey, 2011) entonces, tal como señalara Guattari (2006), hay que incidir en los procesos de producción de subjetividad y, para ello, hay que atender a todos los sistemas que se involucran en la construcción de los sujetos de los que quizá uno de los más importantes —o el que más— sea la educación.

Vila Merino (2005) señala, para apoyar la idea anterior, que es indispensable conocer la forma en que operan los sistemas globalizantes/globalizadores; cómo construyen a los sujetos y, a partir de ello, convertirnos a la vez en sujetos capaces de incidir. Sin caer en los fatalismos que Santos (2010) califica como dificultades para imaginar el fin del “capitalismo sin fin”, reconociéndonos como diferentes y construyendo un entorno de formación en el que se puedan generar prácticas innovadoras.

...el conocimiento del globalismo neoliberal nos debe permitir, como ciudadanos y ciudadanas comprometidos y educadores críticos:

a) Ser conscientes de hasta qué punto, cómo y por qué las estructuras sociales y económicas condicionan nuestra vida y nuestra tarea educativa.

b) Superar ese pesimismo fatalista que no es más que una máscara del inmovilismo reaccionario propugnado desde las esferas hegemónicas del poder.

c) Y, sobre todo, luchar con argumentos desde nuestra “lectura crítica del mundo” (...) con el fin de formar una alternativa emancipadora (...) construir un mundo y una educación basada en la (con)vivencia de los valores democráticos y crear, a dentelladas de humanidad (como diría Galeano) (2005, p. 150).

Cuando la Comisión Delors, integrada por 15 expertos internacionales —entre ellos, Jacques Delors— entregó en 1996 el informe encargado tres años antes por el Fondo de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), Internet era una tecnología que se encontraba en emergencia; recientemente popular en los países desarrollados, pero apenas conocida en el resto del mundo. No obstante ello, la comisión hizo una advertencia que casi 20 años después se mantiene tan vigente como entonces.

Por una parte, se advierte que la llegada a las sociedades de la información representaba una oportunidad para el mundo, además de que la modernidad acelerada por las TIC estaba dando lugar a nuevas formas de socialización. Sin embargo, no se pasaba por alto la necesidad de atender la manera en que estas tecnologías se irían adaptando al marco de la formación y, sobre todo, el riesgo implícito de que ciertas sociedades no tuvieran oportunidad de acceder a las tecnologías o que lo hicieran en un contexto desigual.

Ya entonces, la comisión encabezada por Jacques Delors (1996) no sólo ponía en evidencia que las TIC y las sociedades de la información debían ser abordadas tanto por las oportunidades como por los retos que expresaban, y que uno de los factores con que se podía incidir era una educación centrada en la formación de ciudadanías proactivas, reflexivas y educadas.

La educación manifiesta aquí más que nunca su carácter insustituible en la formación del juicio. Favorece una verdadera comprensión de los hechos más allá de la visión simplificadora o deformada que a veces dan los medios de comunicación, e idealmente debería ayudar a cada cual a convertirse un poco en ciudadano de este mundo turbulento y cambiante que está naciendo ante nuestros ojos (Delors y Al Mufti, 1996, p. 24).

Educar en un mundo globalizado e hiperconectado no se limita a crear mecanismos que saquen provecho de las TIC como herramientas de formación a distancia o para la generación de técnicos especialistas en la WWW. No se trata pues de tele-educación, sino de formar primero a sujetos que sean capaces de producir conocimiento a partir del uso adecuado de las TIC, que estos formen a su vez a otros sujetos para ejercer en conjunto su ciudadanía. En términos de ecología de medios (Postman en Arribas e Islas, 2010)4, las TIC son ambientes propicios para formularse la tarea de generar/difundir/consumir/producir conocimiento, para lo cual se necesitan sujetos usuarios formados para ello.


Educación local, ciudadanía global

 

Formar a sujetos capaces de asumirse como actores ciudadanos parece requerir un esfuerzo cognitivo superlativo pues, ¿cómo se puede formar a un ciudadano que se comprometa con lo local cuando la realidad hiperconectada lo convoca a lo global? Esta interrogante no es nueva, aunque ahora se incluya el eje tecnológico como variable. Y la respuesta, como antes, sigue siendo el paisaje cultural como elemento que ofrece las estructuras de plausibilidad (Berger, 1968) al individuo para, por un lado, asumirse como ciudadano de una sociedad y, por el otro, comprender las implicaciones que la globalización marca sobre su subjetividad, sociedad y cultura.

La cultura sigue siendo factor que da cohesión a las sociedades, incluso en un contexto contemporáneo que ha puesto en tela de juicio el concepto de Estado nacional (Wieviorka, 2006), pues la idea de nación que antes pudo haber implicado homogeneidad cultural, ahora bien puede ser vista como la reunión de múltiples diferencias. En una analogía que proviene de la idea romántica del neozapatismo, que propone “un mundo donde quepan muchos mundos”, se puede decir que la cultura da lugar a naciones que contienen a muchas naciones, permitiendo así evadir tanto los nacionalismos —que han servido antes para construir proyectos de identidad colectiva bajo una propuesta política (Florescano, 1996)— como los comunitarismos, acercándonos más a una sociedad intercultural que se aproveche, a la vez, del multiculturalismo ya existente (Touraine, 1997).

Recuperando una vez más lo señalado en el Informe Delors de 1996, la globalización del mercado ha dado lugar a que se marquen ciertas desigualdades entre los llamados países desarrollados y países en desarrollo. La velocidad de los cambios ha causado desconcierto entre los gobiernos que se han apresurado a adoptar cambios del mercado como propios. En ese sentido, no sólo se han convertido en descartables valores como la solidaridad con el “otro” —en tanto que extranjero— sino, incluso, con el “propio”, con los ciudadanos de nuestra ciudad y país. “La educación manifiesta aquí más que nunca su carácter insustituible en la formación del juicio”, expresa Delors (1996), cuyo informe añade:

La exigencia de una solidaridad a escala planetaria supone además superar las tendencias a encerrarse en la propia identidad, para dar lugar a una comprensión de los demás basada en el respeto de la diversidad. (…)

La educación debe por tanto esforzarse al mismo tiempo por hacer al individuo consciente de sus raíces, a fin de que pueda disponer de puntos de referencia que le sirvan para ubicarse en el mundo, y por enseñarle a respetar las demás culturas. (…)

El conocimiento de las demás culturas conduce entonces a una doble toma de conciencia: la de la singularidad de la propia cultura pero también la de la existencia de un patrimonio común de toda la humanidad (Delors y Al Mufti, 1996, p. 24).

La educación debe formar a sujetos ciudadanos que valoren su cultura porque la conocen, pero que respeten las otras culturas porque las consideran tan valiosas como la propia. Se trata de construir ciudadanos que funcionen y cambien su entorno local, pero que construyan a la vez un mundo intercultural. Es aquí donde se puede hablar de pensamiento glocal, es decir, que la persona sea capaz de imaginarse en “lo global y lo local al mismo tiempo” (Castells, 2001, p. 217). La glocalidad puede ser entendida como la forma en que el entramado entre la experiencia de los usuarios y las formas que adquiere la tecnología resultan “entretejidos en la actividad multidimensional de la vida” (2001, p. 221) cotidiana. Dicho entretejimiento tiene lugar ya que “a pesar de la presión globalizadora el tiempo local sigue siendo un elemento constitutivo de la vivencia cotidiana de los sujetos, ya que numerosas actividades (...) se rigen por los viejos tiempos” (Scolari, 2008, p. 279)5.


Inclusión/Exclusión: errores en el código


Si bien la educación puede ser fundamental para contar con sujetos críticos de la realidad a la que les toca enfrentarse, es indudable que existen factores que inciden en la desigualdad de circunstancias para formar a dichos sujetos ciudadanos. La globalización y sus efectos han sido ampliamente criticados. Aunque se ha tratado de hablar del advenimiento de la sociedad de la información a partir de las redes telemáticas que han acelerado las transacciones económicas y simbólicas (Mattelart, 2007), o de una sociedad del conocimiento en la que la producción y difusión de los saberes ha adquirido valor de mercado (Brey, 2011), incluso de una sociedad red en la que la estructura global de telecomunicaciones ha permitido redefinir nociones como valor, trabajo y programabilidad de las funciones del individuo (Castells, 2007), ha sido inevitable hablar también de la faceta negativa de la mundialización de los mercados que ha devenido en una globalización de culturas, ciudadanías y subjetividades.

La realidad hipermoderna que describía Touraine (2000) se ha entendido incluso como espacio multicivilizacional en el que “la política global es la política de las civilizaciones”, las cuales, en la lucha por el poder chocan (Huntington, 1997). Ha sido imposible abstraerse de algunos efectos ‘negativos’ que incluso han dado lugar a calificaciones como la de sociedad de la ignorancia o de la incultura (Mayos, 2011) cuyo carácter pernicioso queda de manifiesto en la producción y existencia de sujetos irreflexivos, que consumen más de lo que producen, presos de lo que Mayos califica como alienación posmoderna que reduce la capacidad de generar conocimiento y encamina hacia la obsolescencia los saberes adquiridos por la sociedad.

Combatir las facetas negativas de una realidad globalizada-globalizante no pasa sólo por la adquisición de los conocimientos necesarios para el uso de las nuevas tecnologías, sino de las capacidades cognitivas para cuestionar la realidad a la que nos enfrentamos e innovarla mediante nuevas prácticas. La apuesta de quienes buscan ejercer la ciberciudadanía no es por adaptarse al paisaje tecnológico vigente, sino por disputar el significado de lo político en la sociedad contemporánea; la apuesta es por conquistar el derecho a poner “en común sentidos de vida y de sociedad” que provengan de la sociedad misma en su más amplio conjunto y no sólo de los actores que en una posición de ventaja en las relaciones de poder designan lo que ha de ser/saber el ciudadano (Bourdieu, 2007; Rueda, Ramírez y Fonseca, 2013; Appadurai y Remedi, 2001).

Indudablemente, para entrar en este campo de fuerzas se requiere adquirir los conocimientos necesarios para hacer uso de las herramientas tecnológicas y esta adaptabilidad de las sociedades se ha puesto en juego ya durante los últimos 20 años. Sin embargo, resulta importante poner en contexto otro factor. Si bien la globalización pone de manifiesto desigualdades entre sociedades nacionales por el nivel de adopción de las TIC, una diferencia más grave se ha evidenciado: la constitución de “sociedades con varios niveles de desarrollo, según el acceso que tenga cada grupo social a las tecnologías”, tal como advirtió el informe Delors (1996, p. 32).


Reconfiguraciones de la acción colectiva en el mundo global

 

Las diferencias al interior de sociedades nacionales producto del acceso, adopción y adaptación a las TIC y a las interacciones globalizadas-globalizantes, se han agudizado por la falta de programas de formación, tanto de docentes como de alumnos que saquen provecho, sin dependencia, de las nuevas tecnologías. A ello se ha sumado la denominada brecha digital, es decir, la diferencia entre quienes tienen acceso y no a las TIC. Es decir, hay un doble eje que articula la exclusión de ciertos sectores de la sociedad y las pone en desventaja ante la realidad hiperconectada: por un lado, la (im)posibilidad de acceder a las tecnologías y, por otra, la (de)formación en el uso de las mismas.

La brecha digital en México se representa como una gráfica que asciende lenta pero constantemente entre el sector que sí tiene acceso a las tecnologías y el que no, que ha ido de unos cuantos cientos de usuarios a mediados de la década de 1990 al 38.2% de la población para el año 2013, según datos del Banco Mundial. A ello se suma el hecho de que México sea de los países que destinan uno de los niveles más altos a la importación de bienes de TIC. Según la misma fuente, aproximadamente el 17% del total de las importaciones son tecnologías, lo que da cuenta de cierto nivel de dependencia en este sentido. Adicionalmente, pese a que más del 5.4% del Producto Interno Bruto se destina a educación, sólo se cuentan con poco menos de 240 técnicos investigadores por cada millón de habitantes en el país.

Es decir, aunque se invierte mucho en educación, la generación de conocimiento aún es reducida y la dependencia de TIC —fundamentales hoy día para la producción e intercambio de conocimiento— deja a la sociedad informacional mexicana en una situación de desventaja en el mundo globalizado. No obstante, la ciudadanía ha ido articulando acciones a partir de la adopción paulatina de estas tecnologías en la vida diaria. El ciudadano “de a pie” que ha aprendido el uso básico de tecnologías asociadas a la informática y la cibernética, empieza a interactuar con base en redes de comunicación telemáticas y transporta ciertas formas de organización al nuevo territorio del ciberespacio, difuminando presencias y conciencias en el paisaje tecnológico cibercultural.

Una de las formas en que las ciberciudadanías se expresan en nuevas prácticas culturales se da en los nuevos movimientos sociales (NMS). Retomando a Boaventura de Sousa Santos (1998), estos nuevos movimientos siguen ciertos patrones, como el de representarse como críticos a la relación de poder en la que se encuentran inmersos y a las formas de producción capitalista, pero también el de confrontar a las luchas tradicionales que olvidaron reivindicar a los sectores sociales que ahora se organizan en redes. Los sujetos–ciudadanos se conforman, a partir de identidades heterogéneas, en identidades colectivas cuyo interés es el reclamo local, aunque para ello hagan uso de redes globales de comunicación. Son, ante todo, expresiones en las que se afirma “la subjetividad frente a la ciudadanía”, pero en los que la segunda es fundamental para entender la primera.

Otro punto de inflexión que marca una diferencia entre los NMS en ambientes digitales con los movimientos sociales tradicionales, se establece porque aunque sus reclamos se dirigen invariablemente hacia las estructuras del Estado como reguladoras de la interacción social, los actores a los que interpelan son ahora variados: las empresas, los partidos, la ciudad; y convergen en estas nuevas estructuras múltiples asociaciones identitarias que, parcial y a veces fugazmente, se afilian en busca de una respuesta concreta, no ideológica, pocas veces política y, casi siempre, práctica (Melucci, 1999).

Siguiendo la idea de Melucci, el resultado de este tipo de movimientos pocas veces se puede graduar bajo las ideas de éxito versus fracaso, pues incluso el solo acto de movilización social tiene un grado de éxito por cuestionar la relación de poder que les era dada, por desestabilizarla aunque no siempre subvertirla y por ser el inicio de futuros debates sobre dicha relación. Estas nuevas formas de organización que se gestan muchas veces a partir de entornos digitales, parten de la idea de que todo sujeto tiene una aptitud de poder (Giddens, 1995), aunque ésta se ponga en relación con otras estructuras (Focault, 1988).


Global y local: traducibilidad de lo ciudadano

 

Las nuevas tecnologías que forman parte de la operación de la realidad hiperconectada que se ha dado en llamar mundo globalizado de libre mercado, están produciendo operaciones que urgen a la formación de sujetos-ciudadanos que puedan actuar reflexiva y conscientemente ante las opciones que la sociedad le ofrece. No se trata de dejar que la realidad globalizada-globalizante dé forma a los sujetos de nuestra sociedad para convertirlos en meros consumidores, sino ejercer una suerte de resistencia a partir de la formación de ciudadanos que interpreten la cultura propia como un elemento entre los múltiples que conforman el mundo, valioso por sí mismo, pero respetuoso de los demás, consciente de su capacidad de actor y conformado para la solidaridad con los otros y los propios. Esto implica, formar a un ciudadano que sea capaz de traducir los elementos formativos de su subjetividad a los distintos entornos a los que pueda enfrentarse. Dar forma al habitus con miras a construir un sujeto que innove a través de sus prácticas culturales y reforme dicha estructura estructurante (Bourdieu, 2007).

Dificultades como la brecha digital y las diferencias históricas de adaptación a las TIC son complicaciones que han de superarse mediante la construcción de planes de formación que ofrezcan, por un lado, cuerpos docentes capaces de construir nuevas subjetividades y, por otro, sistemas educativos que ofrezcan a la sociedad sujetos capaces de incidir con cambios en la realidad y las relaciones de poder que la conforman. Actores locales con visión global, sí; unidos a su entorno inmediato por la cultura, pero asociándose a identidades colectivas heterogéneas para lograr lo que para el individuo de la modernidad se antojaba imposible.

 


* Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), donde cursa la Maestría en Estudios Culturales con la investigación “Ciberciudadanía y Sociedad Red Local: Configuraciones de las relaciones de poder en ambientes digitales”.


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Notas

 

1 Sostengo con lo señalado que no debería hablarse de una sociedad de la información como proyecto acabado, sino de muchas y variadas sociedades informacionales, al estilo de Castells (2000) que coexisten, se retroalimentan y se evidencian en múltiples redes. Incluso, podríamos hablar de sociedades red locales, nacionales y supranacionales, en lugar de limitarnos a hablar de una sola sociedad red global, lo que no quita la posibilidad de hablar de la existencia de esta última.

2 Otras categorías “populares” han sido las de hacktivismo o activismo digital, que son las que más se centran en la descripción de la acción social que media interacciones enfocadas a la protesta y el reclamo a través de TIC.

3 Algunas discusiones en torno al ciberespacio pueden dar pie a marcarlo como un no-lugar en los términos que lo hizo Augé: “Un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar” (1992, p. 83). Sin embargo, no se puede despreciar el hecho de que el lugar es construido por la acción de un agente y que éste puede convertir un no lugar en lugar antropológico en los términos del propio Augé. Es el caso de migrantes que hacen habitable un no lugar (una fábrica abandonada) como lo recuerda Hannah Collins (en Pérez, 2013) o más específicamente el caso estudiado por Hine (2004) quien da forma a la noción de etnografía virtual como forma de estudio multisituado para analizar las interacciones en el ciberespacio y quien observa cómo los creadores de sitios web ven a estos en términos de lugares delimitables en los que surge la interacción y, por tanto, lo social.

4 Neil Postman señala que “la ecología de los medios pretende hacer explícitas estas especificaciones [de los medios de comunicación] tratando de encontrar qué roles nos obligan a jugar los medios, cómo los medios estructuran lo que estamos viendo y la razón por la cual estos nos hacen sentir y actuar de la manera en que lo hacemos. La ecología de los medios es el estudio de los medios como ambientes” (Islas y Arribas, 2010, p. 148).

5 Scolari nos recuerda, cuando toca el concepto de glocalidad que debemos éste a Roland Robertson, quien en 1995 lo acuñó para describir la tensión existente en la experiencia vivida por la presión de un tiempo global y un tiempo local. Al respecto, Hongladarom (en Scolari, 2008) señala la posibilidad de pensar y vivir esta glocalidad: “Es posible mantener la identidad temporal local por medio del uso de internet. Si bien la red es un agente globalizador, también es, al mismo tiempo, un agente localizador” (Hongladarom, 2002, p. 248).